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jueves, 30 de diciembre de 2010




Terremoto y cólera agravan tragedia en Haití

Noticias AP 
PUERTO PRINCIPE  — Las siluetas se vislumbran en la oscuridad de la noche, marchando desde sus destruidas viviendas. Cientos de miles de personas se trasladan al centro de la derruida ciudad, sus pasos iluminados por la tenue luz de la luna. Impera el silencio.

El edificio que buscaban no era reconocible. Los muros de la mansión construida hace 90 años se habían derrumbado, sus portones se habían hecho añicos. Era el Palacio Nacional de Haití, convertido en ruinas.

Me quedó claro en los primeros minutos después del devastador terremoto que Haití había sufrido una catástrofe sin igual incluso tomando en cuenta su larga historia de tragedias.

No fue hasta que llegué a la plaza Champ de Mars en el centro de la capital, más de seis horas después, que entendí el verdadero significado del momento. No era sólo que se habían derrumbado las viviendas y las iglesias: se habían derrumbado los símbolos de la gobernabilidad de un país.

Los haitianos habían acudido masivamente a la sede del gobierno nacional en busca de apoyo moral e inspiración de autoridad. Pensaban que quizás el presidente Rene Preval saldría a hablar con ellos, o quizás habría fallecido. Ansiaban la aparición de un líder, con un plan, con un anuncio de asistencia económica y humanitaria.

Pero no hubo noticias ni plan ni ningún tipo de ayuda. No estaba allí el presidente. No había nadie a cargo.

En el año que ha transcurrido, una crisis ha seguido a otra. Más de 230.000 personas al parecer murieron en el sismo, y más de un millón permanecen sin hogar. Estalló una epidemia de cólera y luego se realizaron elecciones que fueron ampliamente cuestionadas.

Surgió algún momento alguna esperanza que el sismo ofrecería una oportunidad para romper el círculo vicioso de violencia y desastre que ha plagado a este pequeño país. Pero las promesas quedaron en el aire, y los líderes brillaron por su ausencia.

El centro político de Haití, por muy pequeño que fue, simplemente desapareció, y no hubo nada que llenara el vacío.

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Entre los que contemplaban atónitos las ruinas del Palacio Nacional esa noche estaba Aliodor Pierre, un músico de iglesia de 28 años de edad y padre de dos niños. Hasta entonces, vivía en la barriada pobre de Martissant. Sus amigos le llamaban "Ti-Lunet", lentecitos, por los anteojos que portaba.

Bebía cerveza en la tienda de la esquina cuando la tierra tembló. Intentó caminar hacia la calle pero la fuerza del sismo lo tumbó. Un ensordecedor estruendo dominó los sentidos, como el rugido de mil camiones por un bosque montañoso. Un amigo trató de huir pero Aliodor le gritó "¡No!" y lo agarró. Estuvieron juntos en el suelo hasta que dejó de temblar.

Aliodor miró a su alrededor. Su edificio de cinco pisos quedó aplastado, con todas sus pertenencias adentro. No sabía dónde estaban su esposa e hijos.

Fue entonces cuando escuchó los gritos.

Aliodor corrió a la casa de sus padres, a unas pocas cuadras de allí. Estaba destruida. Gritó y alguien respondió desde adentro. Rompió una ventana y rescató a su madre, lastimada pero viva. Varios vecinos vinieron a ayudar. Pero aún faltaban su esposa e hijos.

Su corazón latía con fuerza. Junto con un amigo, recorrieron la barriada, removiendo escombros y cortando alambres de púas.

En un pasillo vieron a una niña atrapada por un muro que le había caído sobre la pierna. "¡Ayúdenme!" suplicaba la niña. Aliodor corrió a buscar herramientas para zafarla, pero ella murió enfrente de sus ojos.

Aturdido, caminó junto con la multitud hacia la plaza céntrica. Pero todo había quedado añicos: el Palacio Nacional, la Catedral Católica, la Catedral Episcopal. Sin aliento, se sentó a los pies de la estatua del prócer Jean-Jacques Dessalines.

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Horas después, Aliodor aún no había encontrado a su esposa, Manette Etienne, a su hija de 7 años Sama ni a su hijo de 3, Safa. El dolor lo invadía cuando pensaba que podrían haber muerto. No sabía si aún estaba en pie la escuela donde su esposa asistía.

Comenzó a caminar hacia su casa. Llegando a una gasolinera, vio a Manette, caminando hacia él. Los hijos estaban vivos, se habían salvado gracias a un maestro que les ordenó salir corriendo de la escuela cuando la tierra comenzó a temblar. Se abrazaron y por un breve instante, todos los problemas desaparecieron "como si el terremoto nunca ocurrió", dijo él.

Al amanecer, los sobrevivientes comenzaron a dividirse la plaza, usando sombrillas, sábanas y trozos de cartón. Algunos opinaban que si se quedaban cerca de la sede del gobierno, estarían más cerca de la asistencia humanitaria. Pero allí no había gobierno alguno. Cuando Preval reapareció, se quedó en un cuartel policial adyacente a la pista de despegue del aeropuerto. Será que está por irse, pensaban algunos.

Pero eran ellos los que anhelaban salir de allí. En la plaza, el hedor abrumaba los sentidos. Las fuentes de agua eran usadas para ir al baño, para lavar ropa y para bañarse. Los muertos bajo los escombros comenzaron a despedir un olor acre. Algunos consiguieron máscaras quirúrgicas para taparse la boca, otros se colocaban pasta de dientes bajo la nariz.

Dos días después del sismo, descendieron enormes helicópteros sobre el patio del Palacio Nacional y de ellos salieron soldados estadounidenses fuertemente armados y blindados.

Los militares tomaron el aeropuerto y montaron guardia mientras soldados de paz de la ONU entregaban arroz, frijoles y agua a la desesperada muchedumbre. Estallaron trifulcas entre la gente y la policía tuvo que lanzar gases para dispersarla. Aliodor hizo cola una vez para recibir comida, pero salió jurando que no lo volvería a hacer.

Le preguntó a uno de los soldados por qué llevaba tantas armas. El militar le respondió que estaban rumbo a Irak cuando fueron desviados a Haití. Aliodor preguntó entonces por qué no cargaban alimentos, agua o algo de ayuda humanitaria.

"Me respondió, 'yo soy sólo un francotirador, y tengo una excelente puntería''', recordó Aliodor. "Y yo le contesté, 'Pero si aquí no hay guerra'''.

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A fines de marzo, una conferencia de donantes de la ONU prometió desembolsar 10.000 millones de dólares para la reconstrucción de Haití, un país de casi 10 millones de habitantes. Sólo Estados Unidos prometió 1.150 millones de dólares para el 2010, la mayor cantidad de un país en un año.

Días después, corrió la voz de que el Palacio Nacional sería demolido. En la radio decían que Francia había prometido ayudar a construir otro nuevo. El 8 de abril, la multitud de aglomeró para presenciar la demolición.

Las aplanadoras destruyeron lo que quedaba del portón y la gente pudo ver por primera vez el interior del palacio gubernamental, con su elegante salón y lámparas de cristal.

Entonces las máquinas se detuvieron. Una fuente dijo que habían surgido desacuerdos sobre cómo proceder con la reconstrucción y que la demolición quedaba suspendida.

En la plaza, los grupos de asistencia habían comenzado a repartir carpas y a instalar baños portátiles. La gente empezó a construir endebles casuchas por doquier.

Aliodor recogió el poco dinero que le quedaba — unos 51 dólares — para comprar madera, sábanas y tela a fin de construir una pequeña casita, a una pequeña distancia del lugar donde se sentó extenuado la noche del terremoto.

La solidaridad que imperó en los días siguientes al sismo se fue esfumando. Comenzaron a ocurrir robos, asaltos y violaciones. Aliodor despachó a sus hijos a su poblado natal, en una zona rural en el sur del país, para que vivan con familiares por un tiempo.

Sin gobierno que los organizara, la gente se empezó a organizar por su cuenta. En los campamentos, surgieron comités organizadores con una cierta burocracia. El de Aliodor se llamaba Place Dessalines y era el más grande. Fue designado portavoz de su comité.

"Soy una persona de pocos recursos pero mucha fuerza", expresó.(La Información)

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